La semana pasada estalló la relación entre el hombre más rico del mundo, Elon Musk, y el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. El magnate, considerado por muchos un visionario del siglo XXI, no supo anticipar el desenlace de su alianza política, algo que, paradójicamente, buena parte del público sí veía venir.
Ambos comparten rasgos de personalidad similares: impulsivos y con egos desbordantes que difícilmente caben en la misma estancia. Lo sorprendente no fue que el vínculo se rompiera, sino que haya durado tanto. Las señales estaban ahí desde el principio. Basta recordar la primera administración Trump, plagada de dimisiones de altos cargos tras choques personales con un presidente con carácter complicado.
La ruptura se escenificó durante una conferencia de prensa conjunta en el Despacho Oval, donde se anunció que Musk dejaría de liderar el Departamento de Eficiencia Económica (DOGE, por sus siglas en inglés), un organismo creado para aplicar recortes de gasto público.
El anuncio fue presentado como una transición pactada, pero fuentes cercanas a Washington D.C. sugieren que Musk quería seguir desempeñando su labor pública.
Legalmente, Musk tampoco podía permanecer indefinidamente en el cargo sin ceder el control de sus empresas privadas, lo que parecía un obstáculo menor comparado con la tormenta política que se gestaba.
La salida fue aparentemente cordial, aunque no pasó desapercibido que Musk apareciera con un hematoma visible en el rostro.
Apenas horas después de abandonar la Casa Blanca, Musk inició una campaña pública en contra de Trump. A través de su red social, X, criticó duramente el nuevo paquete económico promovido por Trump y los republicanos en el Congreso, que adelanta un aumento en el gasto militar y en la deuda nacional.
Musk calificó el proyecto de atentar contra los principios de eficiencia que DOGE.
La confrontación escaló rápidamente. En un hilo viral, Musk acusó al gobierno de encubrir la lista completa de contactos del magnate Jeffrey Epstein, insinuando que el nombre de Trump figuraría en ella. La acusación atrajo una gran cobertura mediática.
Ese mismo viernes, ICE (Immigration and Customs Enforcement) desplegó un operativo masivo en Los Ángeles, ciudad que durante años se ha proclamado como “santuario” para inmigrantes indocumentados. Agentes federales se desplegaron por el “downtwon” de la ciudad y comenzaron a realizar detenciones sin presentar las órdenes judiciales correspondiente, una violación de los procesos legales.
Miles de ciudadanos se echaron a las calles. Las manifestaciones fueron mayoritariamente pacíficas, pero el presidente decidió enviar a la Guardia Nacional sin consultar previamente con el gobernador de California, Gavin Newsom. Un gesto desproporcionado e inconstitucional. En este tipo de casos, el presidente siempre debe obtener el consentimiento del gobernador de manera previa.
Mientras los titulares se enfocan en la represión del derecho a la protesta (protegido por la Primera Enmienda), pasan desapercibidas noticias igual de alarmantes.
Entre ellas, la inversión de 30 millones de dólares de ICE en la empresa Palantir, fundada por el poderoso empresario Peter Thiel, figura clave en Silicon Valley y ferviente partidario del movimiento MAGA (‘Make America Great Again’).
El objetivo del contrato es el desarrollo de un sistema avanzado de vigilancia migratoria denominado ImmigrationOS. Este software recopilará datos de múltiples agencias federales para construir una base centralizada con perfiles detallados de todos los inmigrantes en Estados Unidos. Una herramienta de control masivo que dará mayor control al gobierno.
La alianza entre figuras como Thiel, Musk y la actual administración configura una nueva era de poder: una tecnopolítica donde los gigantes de Silicon Valley definen directamente políticas públicas. Los Ángeles, bajo asedio, se convierte en el primer escenario visible de este “experimento”, tal y como lo describió la alcaldesa demócrata de la ciudad, Karen Bass.